Un hombre de barba larga y desprolija, vestido con prendas dañadas, de manos gruesas, con el pelo largo y unos zapatos sin cordones, parecía esperar la llamada de algún bondadoso que se acuerde de él. Con un celular en sus manos y con el carro rebalsado de cartones acompañándolo, hacia un pausa en su rutinaria vida nocturna.
Tres hombres maltratados por el vino, acudían a las tazas de café para superar el frió de la noche. Sentados en un banco de piedra, con los ojos perdidos en la oscuridad de la plaza, esperaban el paso de un día que no varia al del resto de los que componen sus semanas.
Una joven de rasgos indígenas, con la ropa desgastada y un niño en sus brazos, aguarda en las escaleras del subte, la presencia de un colaborador que termine con su vida en los escalones. “Ayúdeme por favor” repite en forma constante y sin cansarse.
Una mujer sentada en una bolsa repleta de basura, frente a las luces de los teatros que colman Avenida Corrientes, lee una vieja revista Gente que la entretiene y la abstrae de la realidad que vive a diario.
Todas estas imágenes forman el paisaje más oscuro de las noches porteñas.
La pobreza se apodera de las calles, los cartoneros asumen su trabajo con responsabilidad y los niños consumen la peor droga.
Buenos Aires amanece todos los días con miles de desamparados que luchan por mantenerse vivos, escapándose de la violencia y los robos como fin último, para poder lograr la supervivencia.
Las drogas como el paco, la pasta base, o la marihuana son moneda corriente entre niños y adultos que viven en la calle. La educación brilla por su ausencia, mientras que la salud y la prevención son palabras desconocidas en un grupo que crece ampliamente en los últimos años.
Los subtes y trenes son un mundo aparte. Malabaristas, músicos, actores, cómicos, comerciantes, enfermos y lisiados, contribuyen en la vida diaria de estos medios de transporte. Cada uno de ellos intenta obtener dinero con un estilo diferente y trabajando las horas que sean necesarias para llevarse más monedas que el resto.
Apartir de las doce de la noche, las calles céntricas de Buenos Aires se convierten en un basural. Las veredas tienen más comida desechada que personas, mientras que las esquinas se convierten en un patio colmado de desperdicios difíciles de limpiar para los barrenderos.
Los habitantes pobres de la noche revisan las bolsas negras, con el objetivo de encontrar comida o cualquier elemento que les sea interesante. Cargan y descargan de sus carros, cartones, botellas, cajas y prendas. Pero cuando el sol asoma, la realidad vuelve a cambiar de dueño y los que durmieron sin problemas, comienzan un nuevo día, con nuevas preocupaciones.
Atrás quedaron aquellos que intentaron no morir en la noche, los que recorrieron calles enteras buscando comida, los que no durmieron con el objetivo de sobrevivir a la pobreza.
Las imágenes de la marginalidad se repiten cada día en Buenos Aires. Pocos hablan de ellos, mientras que la mayoría se distancia de un mundo al que no pertenece.
Terminar con la pobreza en Argentina, es demasiado difícil como para pedirlo como si fuera un regalos de cumpleaños, fácil de obtener, pero comprometerse con los que habitan un mundo diferente al del centro porteño, no parece una tarea demasiado complicada.
Una cola de mendigos espera, todas las noches, en Plaza Lavalle la llegada de sándwiches y frutas, que reparte la iglesia más cercana. La multitud de personas que recorren florida durante el día, desaparecen como un fantasma y dejan lugar a la carrera de cartoneros que recorren lentamente la ciudad.
La película es triste pero realista, es repetitiva pero diferente, es desesperante e interminable.
